Qué profunda emoción
Recordar el ayer
Cuando todo en Venecia
Me hablaba de amor…
¿Recuerdan? Charles Aznavour lo bordó con esta canción, ¿verdad?
Pues eso me ocurre cuando, de un tiempo a esta parte, pienso en esa maravilla de la vida llamada Venecia. La ciudad, espejo de Bizancio, de la Basílica de San Marco, de los canales y las góndolas, de los palacios ducales, de Marco Polo, del Carnevale, del Tiziano o Canaletto, de la famosa Capilla Musical, de oficios y conquistas, de doges y navegantes, de una historia tan poliédrica como única.
Resumir en un post todo lo que significa este lugar, entenderán que es tarea ardua, y hasta me atrevería a decir, superlativa. Todo inició una preciosa mañana de abril en la que la primavera quiso recibirnos y abrazarnos con todos los honores cuando pusimos pie en el andén de una estación atestada de asiáticos, españoles, franceses, alemanes…
11.30 Prossima stazione: Venezia Santa Lucia.
Quedaban apenas unos minutos para la llegada del tren Frecciarossa que nos llevaba de Roma a Venezia Santa Lucia, cuando mi hija pequeña me preguntó con cierto tono de sabiduría: “¿Papá, como va a llegar el tren hasta Venecia, si estamos rodeados de agua?”. A decir verdad, su intelecto, aún infantil, demostró cierta o mucha perspicacia mientras observaba, apoyando su frente en una de las ventanillas del vagón, como el tren que recorría el Puente de la Libertad parecía levitar sobre unos railes que parecían traspasar la cristalina superficie de la laguna. Me limité a contestarle un “no te preocupes que el tren nos dejará cerca y luego cogeremos un barquito”.
Todas las dudas se disiparon al bajar la escalinata de la estación, preludio de la majestuosa vista sobre el Canal Grande, que parece lanzar a los pies de miles de turistas su manto de agua a modo de alfombra cuando estos, ataviados con elegantes sombreros borsalino y enormes maletas coloradas, alcanzan impacientes los embarcaderos para dirigirse a sus alojamientos. Así es Venecia, elegante y caótica a la vez, soleada y lluviosa, melancólica y divertida, romántica y singular… una ciudad construida sobre un gran archipiélago, al norte del Mar Adriático, que alberga un conjunto de ciento veinte islas –¿conocen Murano con su arte del vidrio soplado o Burano, con sus fachadas de mil y un colores?– y, que por su singularidad, historia y riqueza artística es uno de los puntos más visitados y admirados del planeta.
El vaporetto (el barquito del que le hablé a mi hija) nos trasladó hasta la parada del Ponte Rialto, cerca de la cual se encontraba nuestro pequeño alojamiento, desde cuya terraza podíamos divisar el Palazzo Malipiero, célebre porque allí vivió durante unos años el legendario Giacomo Casanova: ¡qué delicia desayunar en la terraza con aquellas vistas, uauuu!
Ponte Rialto
Es uno de los símbolos de la ciudad. Es el más antiguo de los cuatro puentes que cruzan el Canal Grande (Ponte dell’Accademia, Ponte degli Scalzi e Ponte della Costituzione son los otros tres). Una bellísima construcción que tuvo sus prolegómenos en diferentes estructuras de madera que se sucedieron desde el siglo XII hasta finales del XV en que se decidió construir uno de piedra, en piedra blanca de d’Istria para los arcos y piedra oscura para las escaleras, con unos peldaños que sufren el paso de unos tres millones de visitantes anuales. Para ello, en 1551, los gobernantes de la ciudad sacaron a concurso el diseño y reconstrucción de dicha estructura. Participaron en el proceso arquitectos de la talla de Sansovino, Palladio, Miguel Angel o Vignola cuyas ideas, tildadas de demasiado “clásicas” –qué eufemismo–, fueron descartadas, siendo el adjudicatario del proyecto, Antonio Da Ponte y su nieto Antonio Contin, que terminaron las obras en 1591, bajo el mandato del doge Pasquale Cicogna.
La estructura es muy similar a la idea que siempre se había pensado para unir ambos lados del Canal: dos rampas muy inclinadas, con tiendas a ambos lados, cobijadas bajo pórticos que coinciden en un gran arco central más una estructura, de auténtica ingeniería moderna, bajo el agua, de unos doce mil palos de madera, seis mil a cada lado del mismo que apenas han sufrido desgaste según los expertos en rehabilitación que, en 2015, dedicaron unos dieciocho meses en embellecer su aspecto. Algunos profesionales de la época, como el arquitecto Scamozzi, vaticinaron que el puente caería irremisiblemente sobre las aguas del Canal, pero nada más lejos de la realidad. Ahí sigue, muy vivo, majestuoso.
Plaza San Marco
Cuando se desemboca desde uno de los estrechos y entrañables “vicoli” (callejones”) que conducen a la gran Piazza San Marco, el tiempo parece congelarse, mientras una exposición de belleza sin par parece invadirte por todas las venas con destino al corazón, cuanto menos, partido entre la realidad y el ensueño. Atrás quedan las pequeñas tiendas de plumas estilográficas, de pipas para fumadores coleccionistas, de máscaras que nos sumergen en el siglo XVI del Pantalone, el Arlecchino o el Pulcinella y algún que otro café con sillas de ante y aromas a vainilla de Madagascar y capuccino. Lo que se presentó ante nuestros ojos es muy similar a la frase que pronunció Napoleón –aunque también se le atribuya al dramaturgo francés Alfred de Musset durante su estancia en el exclusivo Hotel Danieli– tildando a esta plaza como el “salón más bello de Europa”.
Un salón que ha sido y es el centro neurálgico de la ciudad desde la creación de la República Veneciana, allá por el siglo IX, hasta nuestros días y en el que se puede disfrutar de su clarividente arquitectura, sus elegantes terrazas, su campanario, su torre con el reloj astronómico, su Loggetta del Sansovino, su brisa carnavalesca, su Basílica, su Campanario o su Palacio Ducal. De hecho, la plaza fue durante siglos el único punto de acceso a la ciudad, ya que hasta mediados de 1800 no se construyó un enlace con tierra firme.
El muelle, a orillas de la plaza, era testigo de las llegadas y salidas de navíos, cargueros, marineros, comerciantes…desde y hacia cualquier lugar: Siria, Egipto, Flandes, Inglaterra…curiosos, familiares, mercaderes o autoridades se arremolinaban a diario en dicho punto, casi tanto como lo hacen hoy en día los millones de asiáticos, españoles, franceses, alemanes y, por supuesto, los propios venecianos, que no siempre –excepto los gondoleros que viven de ello– soportan de buen grado la embestida de millones de cámaras de fotos, sombreros de paja y camisetas a rayas azules. Como curiosidad, cabe señalar que esta plaza es el punto más bajo de la ciudad por lo que cuando llueve o sube la marea (la famosísima acqua alta), lo que sucede muy a menudo, es el primer punto en inundarse.
Campanario de San Marco
Imponente, con su ladrillo rojo, sus arcos, sus dos leones y sus dos figuras femeninas que representan a la justicia, su tejado piramidal color verde esmeralda, y en la cúspide la figura dorada del Arcángel San Gabriel, se alza el gran campanario de San Marco. Conocido entre los habitantes del lugar como “el parón de casa” (el jefe de la casa, en idioma veneto), es el primer protagonista en aparecer a quien llega desde el mar a la laguna. Es uno de los campanarios más altos de Italia con 98,6 metros de altura ya que, en origen, su construcción en el siglo IX, bajo el mandato del doge Pietro Tribuno, fue iniciada para tener funciones de faro o torre de avistamiento, aunque su apariencia y forma definitiva se consiguió entre 1511 y 1514. Como dato anecdótico, Galileo Galilei probó allí, en 1609, su telescopio.
Su larga vida no ha estado exenta de obras, incidentes e, incluso, derrumbes. En 1489, la torre en su parte superior sufrió graves daños por un rayo que quemó parte de la estructura de madera, mientras que, en plena reconstrucción, un terremoto dañó parte de la base que tuvo que ser consolidada. Pero el incidente más grave que se recuerda es el del 14 de julio de 1902 cuando el campanario se derrumbó por completo por la imprudencia de unos obreros a la hora de realizar obras de restauración en los muros, salvándose la Basílica de puro milagro. Rápidamente, el 25 de abril de 1912, día de la fiesta de San Marco, se reinauguraba el nuevo campanario con una imagen semejante al original.
Basílica de San Marco
Entrar en este espacio de culto, tan cargado de simbolismo e historia, mientras se admiran los mosaicos y elementos bizantinos y se escucha de fondo musical una misa de Willaert o un motete de Andrea Gabrieli, es algo similar a una experiencia sobrenatural, ¡si es que existe lo sobrenatural! A la hora de proyectar esta basílica, Venecia trasladó hacia Occidente toda el acervo espiritual y cultural de Bizancio. Su modelo es la iglesia de los Doce Apóstoles de Costantinopla, diseñada en los tiempos de Justiniano y destruida en 1462. Tal y como se conoce actualmente el templo, se trata del resultado de la construcción, iniciada en el 1063, sobre una iglesia (o dos) situada entre el Palacio Ducal y la Iglesia de San Teodoro (en el ala norte de San Marco), con la que se trató de unir el espacio en el que se situaba la tumba con las reliquias de San Marco (llegadas a Venecia desde Alejandría en el año 829) con un nuevo templo de cruz griega sobre la que se situarían las cinco cúpulas, símbolo de la presencia de Dios –y que tan arrebatadoras se presentan al ojo humano–, una nave central y tres naves ocupando cada uno de los brazos de la cruz. A esta nueva joya del arte veneciano se la conocería como “Cappella Ducale”.
Pero lo que de verdad impresiona son los casi 8000 m2 de paredes y cúpulas repletas de bellos mosaicos con fondo dorado que de inmediato transmiten la idea de universalidad, de encuentro con lo celestial y lo metafísico. Son sobrecogedores. Dichos mosaicos representan citas del Antiguo y Nuevo Testamento, con momentos de la vida de Cristo, la Virgen María o el propio San Marcos. También cabe bajar la mirada –y cuidar la pisada– en unos imponentes suelos de mármol, ricos en colores y figuras geométricas (opus sectile), así como en motivos floreales y animalísticos (opus tessellatum), que simbolizan el ámbito terrenal. Otra tradición destacable, relacionada con la historia y evolución de la basílica es su tradición musical, desarrollada alrededor de la “Cappella musicale”, que, nacida en pleno siglo XIV, marcó un antes y un después en muchos aspectos técnicos y estilísticos de la música, llegando a convertirse en un auténtico referente.
A lo largo de diferentes etapas son muchos los nombres, las teorías, los repertorios, las anécdotas que marcaron este punto de inflexión en el mundo de la música. Desde la contratación, por ejemplo, de ¡catorce organistas! para ocuparse de los oficios hasta la creación de una verdadera escuela musical que, de inicio, favoreció el aprendizaje de los diáconos y posteriormente consiguió mayor profesionalización de la mano del músico flamenco Adriano Willaert –al que se le considera el verdadero padre de la escuela veneciana–, maestro que marcará el camino a nombres de la talla de Andrea Gabrieli, Baldassare Donato, Gioseffo Zarlino, Claudio Merulo, Claudio Monteverdi, Benedetto Marcello o Antonio Vivaldi. Será el momento en que la música instrumental se eleve al nivel de la música vocal, y este será uno de los grandes hitos que marcará el destino de la música a partir del siglo XVI. Fíjense si fue y es importante la música para esta ciudad que el propio Nietzsche en su Ecce Homo escribe: “Cuando busco un sinónimo de la palabra música, encuentro siempre solamente la palabra Venecia”.
Palacio Ducal
Aunque su diseño y desarrollo simboliza la suma armónica del estilo ligado al Trecento, combinado con detalles del Renacimiento y el Manierismo, el Palazzo Ducale representa una verdadera bandera del estilo gótico florido. Todo hace indicar que fue a principios del siglo IX cuando los Partecipazio quisieron trasladar a la zona de San Marco la sede gubernamental, poniendo la primera piedra de lo que, inicialmente, sería un castillo, pero que bajo el poder del doge Sebastiano Ziani comenzó a convertirse en un suntuoso palacio al más puro estilo veneciano. Este giro estilístico culminó con la construcción de la Sala del Maggior Consiglio que data de 1340, un órgano, el Maggior Consiglio, al que se entraba por sucesión hereditaria y que, durante el periodo de la República Veneciana, mantuvo el poder de supervisión y funcionamiento político-administrativo de este pequeño-gran territorio.
A partir de aquí, el Palacio se extendió hacia la basílica y hacia el muelle ampliando las instalaciones para el personal gubernamental y, por tanto, para los doges. La gran singularidad de este edificio es su inteligente construcción y el equilibrio entre sus volúmenes: el gran portico a lo largo de las dos fachadas (una, de 75 m, da a San Marco y la otra, de 71 m, al muelle) se sustenta sobre 36 columnas con ricos capiteles de los siglos XIV y XV, mientras la galería superior está formada por 71 columnas con óculos para aprovechar de mejor forma entrada de luz natural; por último, la parte superior está formada por una pared de mármol rosa y blanco con grandes ventanales. Sus salas interiores cuentan con valiosísimas obras de arte como La fragua de Vulcano de Tintoretto, Neptuno ofrece a Venecia las riquezas del mar de Tiepolo u obras del Bosco, Tiziano o Veronese. Desde luego, muy recomendable su visita.
Podría seguir contando cosas, pero…
Ya comenté al principio que sería imposible contar todo sobre Venecia en este pequeño escaparate. Se me ocurren muchos lugares como el fotogénico y romántico Ponte dei sospiri, cuya función, antiguamente, era la de unir los calabozos del Palacio Ducal con la prisión habilitada por la Inquisición a la que llegaban los reos para su ejecución; el Teatro La Fenice, joya del más puro clasicismo, ideado en 1790 por Antonio Selva y reinaugurado tras dos pavorosos incendios, el último de ellos en 1996; San Giorgio Maggiore, palacios y palacetes a lo largo del Canal Grande como el que alberga el Museo Wagner… Pero, en estos días tan complejos e inéditos para todos nosotros, mientras escucho con emoción el Maria stabat ad momentum (1587) de Andrea Gabrieli, quiero finalizar acordándome de esta ciudad, así como de tantos y tantos lugares del mundo que esperan con calma, en silencio reflexivo, el momento de cobijarnos de nuevo en sus brazos. Y para ello he elegido unas preciosas y emotivas palabras de Inma Cavallucci, ciudadana de Venecia, que me han llegado gracias a mi gran amigo Mariano Vergara Utrera, el cual me ha dado la “venia” para publicarlas, porque “Qué profunda emoción, recordar el ayer cuando todo en Venecia…”