Ya estamos a las puertas de una nueva Navidad. Otro año más en el que las lucecitas de mil y un colores desbordan la vida cotidiana de pueblos y ciudades y los ojos atónitos de los niños miran hacia las cumbres de los árboles buscando, quizás, la complicidad de alguna estrella fugaz. Esa Navidad de conciertos en iglesias, de villancicos, de comidas y cenas como si no hubiera un mañana, de reencuentros, de…¡Feliz Navidad!¡Buon Natale!¡Merry Christmas!
Pero hay un reencuentro muy especial, que nunca me defrauda: el ballet del Cascanueces.
¡Abrid vuestros corazones: la fiesta va a comenzar!

Una historia muy navideña

 

Ivan Vsevolozskij (1835-1909), director de los Teatros Imperiales Rusos, pensó en Marius Petipa (1818-1910), el gran coreógrafo y Maitre de ballet, para adaptar el cuento original de Ernest Theodor Amadeus Hoffman (1776-1822), El Cascanueces y el Rey de los ratones, que a su vez había sido versionado por Alejandro Dumas (1802-1870) en Historia de un cascanueces.

Noche de Navidad. Misteriosa y alegre a la vez. Una cita en casa de los Stahlbaum que es especial, con mucho ruido, risas, música y bailes, y un maravilloso árbol rodeado de regalos. Un hombre, envuelto en su capa y sombrero, se encarga de repartir los regalos a todos los niños. Es Drosselmeyer, un viejo constructor de juguetes y padrino de Clara y Fritz. A Clara le tiene reservada una sorpresa: un cascanueces de madera, que sufrirá la ira del caprichoso Fritz rompiéndolo en mil pedazos. Tras marcharse todos los invitados, Clara se queda dormida e inicia un largo sueño. Al lado del árbol se desarrolla una gran batalla entre unos ratones enormes que, encabezados por su rey, luchan contra los soldados de plomo capitaneados por Cascanueces. Drosselmeyer, en un acto mágico, transforma al victorioso Cascanueces en un joven y apuesto príncipe que acompañará a la niña a un viaje a través del País de los Dulces: “¡Todo lo que hay aquí se puede comer!” “¡Incluso el suelo es de caramelo!”.

La música comienza a sonar y bailarines danzan ante sus invitados: españoles (chocolate), rusos (caramelos), chinos (té), Hada de azúcar…
Es Navidad y Clara despierta: el embrujo se ha roto. Todo ha sido un sueño.

La coreografía

 

Apostaba a caballo ganador el director de los Teatro Imperiales conociendo los éxitos previos del gran Petipa con El lago de los cisnes, La bella durmiente, Paquita o Don Quijote. Para completar la trilogía iniciada con el Lago y la Bella, el coreógrafo –quien adaptó esta emotiva historia en dos actos y cinco escenas junto a Lev Ivanov (1834-1901), el maitre en seconde, a quien confió parte de la coreografía por una inesperada enfermedad– pensó nuevamente en encargar la partitura al gran Piotr Ilich Tchaikovsky (1840-1893). La relación entre ambos reflejó desde el inicio ciertas desavenencias, ya que el carácter profesional de Petipa era demasiado meticuloso, exigiendo, incluso, cual debía ser el tipo de música, color o ritmo que debía imponer el compositor en cada momento. La entrada de Ivanov fue decisiva para revitalizar el proyecto, que finalmente acabó convirtiéndose en una de las páginas más especiales y mágicas de la historia del ballet, estrenada el 18 de diciembre de 1892 en el Teatro Mariinski de San Petersburgo bajo el auspicio del Zar Alejandro III y contando como protagonistas a Antonietta dell’Era, Pavel Gerdt, Stanislava Belinskaya, entre otros, y a Riccardo Drigo como director musical.

Versiones

 

A partir de esta representación, diferentes han sido las versiones que a lo largo y ancho de los escenarios del mundo se han puesto en escena por parte de coreógrafos y compañías para el gozo y disfrute de todo tipo de públicos. En 1919 Alexander Gorsky decidió, por ejemplo, eliminar el papel del Hada de azúcar. El estreno en Londres, en 1934, de una de las versiones más fieles al original de Petipa-Ivanov a cargo de Alicia Markova y Anton Dolin, fue un acontecimiento de tal calibre que de inmediato entró a formar parte del repertorio del gran Royal Ballet of England. Otra compañía puntera, el Bolshoi de Moscú, también incorporó la versión “soviética” de Vasily Vainonen, estrenada también en 1934 en el Teatro Kirov por dos estrellas de la danza como Galina Ulanova y Kostantin Sergeyev.
Inolvidable la versión para el San Francisco Ballet en 1944 a cargo del coreógrafo William Christensen, con el que quedaba inaugurada la magnífica tradición de programar anualmente este ballet durante el período navideño y que posteriormente caló en la práctica mayoría de los teatros de los Estados Unidos, convirtiéndose en un acontecimiento artístico a nivel nacional. Y como no mencionar al mítico George Balanchine, maestro y coreógrafo ruso que al llegar a los Estados Unidos, y gracias a su extraordinario talento, instauró un estilo único e inconfundible en el New York City Ballet con títulos como Tema y Variaciones, Serenade o el mismísimo Nutcracker, estrenado en 1954, que llegó incluso a ser televisado en directo. Otras versiones inolvidables son las de Yuri Grigórovich, Rudolf Nureyev, Roland Petit, Mark Morris o el genial Maurice Bejart.

La música

 

La noche del estreno, no solo se representó el Cascanueces. El director de los Teatros Imperiales había encargado a Tchaikovsky una ópera, Iolanta, que, en líneas generales, parece fue mejor recibida que el ballet. Un resultado que no eludió en una carta al compositor George E. Conus al que le confesó: “La ópera evidentemente fue muy bien recibida, en cambio el ballet no…Los diarios me critican muy cruelmente”. Sinceramente pienso que se trata de una partitura inmensa, única. Los pequeños-grandes momentos musicales del op. 71 tienen el poder de soltarse de cualquier amarre argumental, temporal o escénico. Y en eso consiste su grandeza. El sinfonismo armónico más puro y cristalino se convierte en el ingrediente principal de una receta completada con bellas melodías –Bosque de pinos en invierno o el Pas de deux, en mi opinión, una de las cimas melódicas de la historia de la música–, contrastes que van de lo lírico –Vals de los copos de nieve o Vals de las flores– a lo programático –La batalla contra el Rey Ratón– u homenajes al folklore universal –Danzas española, china, rusa, árabe…–. El potencial orquestal de Tchaikovsky es indudable: a los grandes momentos de la cuerda y el viento madera, abrillantados con unos pomposos metales y una efectista gran percusión se les adorna con el uso de castañuelas, celesta, arpa, tambores, glockenspiel, coro infantil o carracas. En resumen: una explosión de imaginación musical, efervescente y sentimental que solo un autor con esa sensibilidad y conocimiento técnico podía haber realizado. Antes de su estreno oficial, el compositor decidió presentar una suite sinfónica – el Cascanueces, op. 71a– en versión de concierto, compuesta por ocho piezas –entre ellas el Vals de las flores o el Pas de deux–, que fue interpretada el 19 de marzo de 1832 en la Sociedad Musical de San Petersburgo, dirigiendo la orquesta el propio compositor. El talento creador era indudable en el genio ruso. Y lo demuestra el hecho de que, a pesar de interrumpir su concentración para afrontar una larga gira por Estados Unidos y dirigir una serie de conciertos como el de la inauguración de la sala Carnegie Hall de New york el 5 de mayo de 1897, y la posterior estancia en Francia, donde descubrirá la celesta, consiguió terminar el borrador de la partitura en julio de 1891, apenas seis meses después de iniciar sus trabajos.

Una fábula de la vida

 

Esto es el Cascanueces. Una fábula que ahonda en la nostalgia de los recuerdos de la infancia, de esa infancia que siempre debería acompañarnos a pesar del paso de los años, pero que en ocasiones olvidamos injustamente, quizás sin darnos cuenta o, quizás, por diferentes razones. Es un canto al amor, a las emociones, a las cosas sencillas y a la dulzura. Es…la vida misma.
¡Feliz Navidad!¡Buon Natale!¡Merry Christmas!