A la “vuelta de la esquina” suelo encontrarme, casi siempre, con preciosas sorpresas. Entre estas, con personas que merecen mucho la pena, y que la vida me ha otorgado la dicha de “cruzarme” para disfrutar de su amistad, su humanidad y su saber. De ellos aprendo cada día algo nuevo y eso es un tesoro muy preciado que ni se compra ni se vende con dinero alguno. Por ello he pensado en invitarlos siempre que quieran a participar en mi blog para que nos cuenten historias, anécdotas, bellezas. Reanudo estas colaboraciones con Matilde Tricarico, amiga napolitana, quien ha dedicado su vida a la medicina y que, desde que se jubiló, ha iniciado un precioso recorrido dedicado a la escritura y a la lectura, llegando a escribir cosas tan bonitas como este relato titulado “El Quinteto”. Grazie Matilde.

Por Matilde Tricarico
El público calló con un murmullo. Había entrado el batería, un chico joven, guapo, con melena negra. Parecía el Cristo de Medinaceli. Saludó y los ojos desaparecieron debajo de la cortina peluda, arrastró unas sílabas o una frase imperfecta que nadie oyó, y se sentó con estruendo.
El primer ruido me puso los pelos de punta. Eso no era música ni nada, era un chimpancé que movía las tapas de unas cazuelas viejas. Menuda faena: si iba a ser así todo el concierto ya tenía ganas de levantarme. La butaca era estrecha e incómoda. A mi izquierda se sentó una señora enjoyada, elegante y que olía a incienso. Qué raro que le gustara el jazz… tenía pinta de haberse equivocado de sitio. Me hubiera apetecido decirle: “¡esto no es la ópera, señora!”
Tenía que sosegarme, me estaba volviendo un poco amargada, apreté con fuerza el pañuelo a la nariz y me soné. Todos me miraron con aire amenazante como si mi ruido fuera más feo que el sonido que emitía el chimpancé. Un segundo de silencio y el redoblar de los platillos anunció al resto del quinteto. Eran todos de mediana edad – por ser amable –, con vaqueros desgastados y deshilachados. Tres calvos y uno con gafas. El pianista era el único con una chaqueta negra, un chaleco y un aire de profesor de matemáticas.
– ¿De dónde los habrán sacado? ¿Qué demonios hago aquí? Si a mí nunca me ha gustado el jazz
Paula, mi jefa, me había regalado la entrada, casi llorando por no poder ir ella.
– No te lo pierdas, es un concierto muy bueno, tocan juntos después de diez años separados.
La había cogido con indiferencia para no hacerle el feo y que no perdiera el dinero de la entrada. A veces es mejor perder algo que sufrir las consecuencias.
Me daba igual. En fin, era ella la que tenía el poder, pero yo odiaba el jazz desde que era pequeña y mi padre ponía los discos. Salía un sonido cansino, gira y gira, sin ninguna armonía, irritante. Me molestaban los presuntos entendidos que movían la cabeza como burros diciendo siempre que sí y las piernas tiritando como si tuvieran corriente eléctrica en las pantorrillas.
El clarinete captó mi atención. Era un sonido dulce, desgarrador. Le acompañó el contrabajo, más cálido, como un hombre que está cortejando a la mujer que ama. Cerré los ojos y me vi en el puente de un crucero, mientras el barco se alejaba saludando con un bufido a los que se quedaban en tierra. El puerto se alejaba y empequeñecía. Qué tontería, pensé, faltaba el Titanic. Pero la música me arrastraba y volví al barco.
Las manos largas del pianista iban dejando una estela de olas brillantes y espumosas, una espuma que me recordó mi infancia y el algodón hilado de las ferias, los caballitos, la noria…
Miré al batería. Era guapo el condenado. Se había apartado la melena y era irresistible. Le miré con tanta insistencia que sus ojos se cruzaron con los míos. Los cerré de golpe, asustada. Me dejé llevar. El crucero surcaba las aguas más deprisa y la melodía se ahondaba y ampliaba, igual que un largo abrazo. El sonido de la batería se trasformó en una, dos, mil cascadas rumorosas que desde las montañas morían en el mar. En la proa, él y yo abrazados. Era él, seguro, su melena me rozaba las mejillas.
El sonido armonioso del clarinete me abrió los ojos. Me sentía avergonzada por soñar con el batería, no pude mirar hacia él. Alrededor solo había cabezas acompasadas entre sí y pies bailando claqué.
Mi vecina movía la cabeza como los gatos chinos que saludan en la entrada de los restaurantes. ¿No se marearía con tantos cabeceos? Había vuelto el contrabajo, profundo, misterioso. No quería distraerme, me estaba reencontrando y solo me concentraba si no veía nada. Era un sueño tan romántico. Me llegaron ecos de bosques lejanos, lobos solitarios y la claridad de la luna.
Luna llena, iluminando como el foco de una cámara el puente, el barco y una estrella emocionada. Ahora distinguía el sonido potente del saxo que se había añadido a la melancolía
Estaba tan abstraída, que cuando el saxofonista paró de tocar para presentar a los componentes del Quinteto, me molesté. No obstante, aunque ahora supiera el nombre del batería, quería volver al barco y a mi sueño. La realidad me acompañaba demasiado últimamente. La enjoyada no paraba de mover las piernas y, a su izquierda, un patán mascaba un chicle. ¡Me daban ganas de abofetearles! Tranquilízate, es un sonido compartido, no estás en tu casa sola. Respiré hondo, los músicos habían vuelto a tocar y quería estar atenta.
El ritmo se recuperó pronto, endiablado, los cinco estaban en su mundo, ajenos al público, improvisando, pendientes de ellos y de la música, sin partituras, superándose los unos a los otros, y cuando parecían a punto de acabar, volvían con más empuje.
Yo llevaba un rato bailando en el barco, rodeada de sonrisas y ojos felices. Era mi amor desconocido, aquel chico tan cariñoso. Sentía su respiración en el cuello, sus movimientos de cadera, el tic tac de su corazón. Una zarabanda sin fin, brazos y piernas saltando, volando, agarrándose, soltándose, cayéndose, levantándose.
Estaba emocionada como una niña con su primer juguete. Descubría sensaciones nuevas. En el sprint final, completamente entregada, me levanté antes que nadie y aplaudí a rabiar. Mi vecina me abrazó, me arañó el brazo con su anillo. No me solté y saltamos al unísono gritando
– Bravo, bravo.
Me pareció ver al bateria guiñándome un ojo…o los dos. Me saludaba con la mano. ¿A mí o a todos?
Me ruboricé.