La tarde de aquella primavera madrileña se presentaba rodeada de incógnitas. Unos nubarrones cargados de lluvia amenazaban el concierto programado al anochecer en el parque del barrio. Las noticias económicas de los telediarios eran poco optimistas en aquellos días. La gotera del vecino avanzaba con desparpajo hacia la desembocadura del pasillo, y las niñas mostraban sus rabietas al no poder resolver los problemas de matemáticas que les había planteado su profesora. Mientras, mi mirada, absorta a través de un ventanal y ajena a todo este complicado panorama, se fijaba en los primeros abejorros, acomodados bajo los jazmines de la terraza, en plena ebullición floral. Su aleteo y actitud mostraban nerviosismo e inquietud, como si el mundo se les fuera a venir encima por la cercanía de la lluvia. El repiqueteo de las primeras gotas in crescendo marcó el toque de queda para que estos odiados insectos se refugiaran bajo las envejecidas hojas del boj.
El sonido de unas notas familiares, provenientes de un punto de emisión no identificado, consiguió sacarme del aturdimiento general y atraer mi escucha. Parecía como si la organización del concierto hubiera querido anticiparse al mal tiempo poniendo a cubierto a músicos e instrumentos para que los vecinos pudieran disfrutar de aquella maravilla. Las notas sueltas de un nocturno de Chopin buscaban una autopista de escape desplegando sus alas de melancolía por las ventanas y los balcones de las inmediaciones. La belleza de esa música impregnó el ambiente de tal forma que algún que otro viandante se paraba en seco para escucharla, como si sus prisas y sus quehaceres no tuvieran inconveniente en darle un respiro. Todo el mundo parecía detenerse en una pausa salina de unos minutos y algunos pocos segundos.
Un nocturno. El Nocturno nº 1 op.9. Ese que tantas horas había estudiado, tantas y tantas veces había tocado, tantas y tantas versiones había escuchado. Esos pentagramas repletos de anotaciones, ligaduras de fraseo, matices, digitaciones… La lluvia arreciaba, pero la melodía resonaba cada vez con más fuerza en mis recuerdos. Los dedos anquilosados empezaron a moverse y a dibujar en el aire ciertos pasajes de aquel discurso musical. Era el momento de alejarse del ventanal –Chopin me lo estaba suplicando– y acercarse al piano, un Zimmermann serio y rocoso de la antigua Alemania Oriental, injustamente olvidado en una esquina del salón y cuya tapa llevaba años sin permitir ver la luz al teclado blanquinegro.
Me senté ante él con la tensión necesaria para tocar. Coloqué las manos sobre el teclado, busqué en mi memoria musical ciertos pasajes y los dedos comenzaron a recorrer el teclado en señal de respeto y, por supuesto, de perdón por el tiempo ignorado. Sería el mecanismo endurecido, la memoria oxidada o la realidad de unas manos entumecidas por falta de práctica, pero la imprecisión se fue apoderando hasta el punto de que los dedos cansados tuvieron miedo a volar y tomaron tierra con un ¡basta! Decidí rebuscar la partitura en una de esas estanterías que abundan en las viviendas a modo de desván móvil. La encontré entre las carpetas organizadas por periodos musicales que, tras años de inmovilismo, se apilaban con un cierto (des)orden. Abrí el atril y, con mimo, situé la partitura, ya con claros signos de un amarillento envejecimiento. Aquellas notas del autor polaco eran el aliciente para repasar entre los recuerdos que conforman el baúl de mi amor por la música.
Evocaciones
Evocaciones que, de inmediato, conectaron con la infancia de aquel niño con pantalones cortos que salía de casa de sus abuelos en la calle de la Libertad –en pleno centro de Madrid– con los estudios de Burgmüller o el Minuet en sol mayor de Johann Sebastian Bach bajo el brazo, camino de la escuela de música. Un lugar que, desde la entrada presidida por unas baldosas bacheadas hasta las aulas decoradas de un papel pintado muy otoñal y una iluminación descolorida, no invitaba a desarrollar ningún entusiasmo por lo que allí se estudiaba, aunque motivó que una gran maestra colocara la primera piedra de la formación musical del pequeño. La vuelta a la casa de sus abuelos era siempre optimista tarareando las piezas aprendidas. Subía los escalones de madera chirriante de aquel edificio de 1910 a gran velocidad porque sabía que, al llegar al pasillo que conectaba la escalera con la casa, escucharía el sonido aterciopelado del saxofón del abuelo o los pimpantes pizzicatos que ensayaba la abuela con el violín. La afición del abuelo por el saxo venía de lejos; él había sido actor cómico, pero tocaba de oído con un nivel tal que le permitía tocar todo tipo de música: pasodobles, valses y alguna copla española formaban parte de su repertorio diario, unas dos horas. El caso de la abuela era distinto. Ella fue violinista profesional en teatro musical y desarrollaba por entonces una intensa labor pedagógica. La verdad es que practicaba menos… ¡sería por eso de haber sido profesional! Todo lo que allí se respiraba olía a música y rezumaba arte por los cuatro costados.
Un buen día apareció, como por arte de magia, una trompeta. Reluciente y dinámica, su padre le contó que era un regalo de un tío suyo, artista de circo, y que al saber de la afición del abuelo por la música la había dejado en consigna para que se la cuidara. Ahí no quedó la cosa. Días más tarde asomaron del cajón de un antiguo mueble del salón unas viejas castañuelas, un recuerdo de la etapa de bailarina de su madre en compañías de danza española. Aquello parecía que se convertiría en un auténtico conjunto musical cuando, pasado un tiempo, cayó otro regalo llovido del cielo; esta vez de una hermana de la abuela quien había sido pianista y acordeonista. “Como el chico estudia piano, mi hermana le ha regalado el acordeón”, sentenció la abuela; una Honner alemana, color negro azabache, inmensa botonera, fuelle enérgico y una funda que pesaba casi tanto o más que el propio instrumento: parecía que los Reyes Magos habían llegado por adelantado. Como espectador de semejantes vivencias, aquel niño, encandilado con la música y con unas enormes ganas de aprender, se preguntaba todos los días ¿cómo se pasa el arco por las cuerdas del violín? ¿cuántas horas hay que estudiar? ¿cómo se colocan los labios en la boquilla del saxofón? ¿cuántos instrumentos existen? ¿pueden tocarse varios al mismo tiempo? ¿cuál es su historia? ¿cómo se construyen? Dudas que inevitablemente aparecieron y, seguramente, se entrecruzan a diario en el proceso formativo de cualquier preciado músico en forma de cuadratura del círculo, una y otra vez, y otra… y otra vez más. Los instrumentos musicales se habían convertido en los dibujos animados favoritos, en el balón de reglamento que espera ser pateado por un grupo de amigos en la plaza del barrio, en la bicicleta de carreras que todo niño sueña tener.
Regreso a un lugar de fantasía
Fue entonces cuando mis pensamientos huyeron de los recuerdos, centrándome de nuevo, con una mezcla de admiración y rabia, en la partitura del genial Chopin. Esos compases a los que había atacado por varios frentes me habían vencido con una gran defensa. Derrotado, pensé que era momento de dejarlo y retomar el camino que me dirigiera hacia la salida de aquel laberinto. Debía encontrar las respuestas a esas preguntas olvidadas, probablemente, en el interior de los estuches de los instrumentos, en las escaleras de madera chirriante o en el pasillo que parecía llevar a la inmensidad. ¿Quién no ha tenido alguna vez la tentación de bucear en sus propios orígenes y descubrir su probable destino? Era momento de volver a aquella casa de la infancia. No lo dudé. Revolví entre llaves semi-oxidadas que mantenía custodiadas desde hacía unos cuantos años y llené los bolsillos de mis pantalones de unos cuantos manojos, sin saber si alguno de ellos tendría la llave maestra que permitiera reencontrarme con el pasado. A medida que me acercaba con mi vehículo a esa especie de “oasis” cultural, el corazón marcaba a modo de imitación, con una mezcla de emoción y nerviosismo, el tic, tac del metrónomo que mis padres habían comprado en la casa Ricordi de Milán y que de un tiempo a esta parte se había convertido en puro objeto decorativo aparcado encima del piano. No hubo necesidad de avisar a ningún cerrajero: acerté con uno de los llaveros.
El lugar llevaba deshabitado unos cuantos años. El suelo de sintasol, la vieja estufa y unas cintas de cassettes abandonadas sobre la mesa, junto a unas fotografías familiares en blanco y negro, dieron la bienvenida a un viejo conocido del lugar. Daba la sensación de que el reloj se hubiera detenido, de que la vida se hubiera tomado un descanso de unos… treinta y cinco años. Nada había cambiado. Comencé a rebuscar en los lugares más recónditos de la casa con la esperanza de encontrar alguno de los instrumentos. Ni rastro. Decidí entonces subirme, no sin cierta desazón, a una vieja escalera de madera para investigar en el interior de un maletero. Entre la negritud de sus paredes se escondían agazapados los cuatro jinetes del apocalipsis: el violín, el saxofón, la trompeta, y el acordeón. Cubiertos por unos retales de antiguas sábanas y rodeados por herramientas y botes de pintura, pensé que era el momento de resarcirles del exilio, nada voluntario, al que habían sido sometidos. Decidí bajarlos con delicadeza y colocarlos, uno por uno, encima de la mesa a modo de gran exposición. Abrí con sumo cuidado los estuches. ¡Aquello rezumaba arte, pasión y mucho, mucho polvo! Calculé grosso modo que el violín tendría unos ochenta años con una madera en buen estado, las cuerdas mal conservadas, sin el puente y con las cerdas del arco muy deshilachadas; el saxo no superaría los cuarenta años mostrando un aspecto envidiable; los benjamines, la trompeta y el acordeón, sin novedad; las castañuelas… sin noticias. Los pude coger, tocar, oler, abrazar y fotografiar; ellos eran parte de mi vida y se merecían un trato exquisito. Ese instante fue impagable. Las ideas se agolpaban pensando en qué podría hacer con ellos o cual sería su destino definitivo. Algunas se presentaban con un atisbo de locura, normal en cualquier preciado artista, aunque eran desechadas de inmediato; otras, con un grado más de racionalidad, serían parte del álbum de recuerdos y respuestas recogidas en este proyecto.
Noche de concierto
Un aviso en la agenda de mi teléfono móvil reclamó la atención: Concierto de Primavera en el Parque de San Isidro a las 20.00 horas. La hora me pisaba los talones. Debía salir apresuradamente. En la huida dejé los instrumentos, de nuevo, abandonados a su suerte con los estuches entreabiertos y desordenados en esa imaginaria exposición que tendría las fechas contadas o, quizás, moriría de éxito según el tiempo que tardara en cumplir la promesa de reencontrarme con ellos. Bajo esta premisa, me adentré por céntricas avenidas que habían sido testigos de olores y colores de mi juventud para llegar con puntualidad a la cita y no perderme detalle alguno.
Los ingredientes estaban servidos: un precioso atardecer al que la tormenta había despejado el camino y un concierto de música con mayúsculas. El programa, fascinante: La alborada del gracioso de Maurice Ravel, Noches en los jardines de España y El sombrero de tres picos, ambas de Manuel de Falla. Ver entrar a los profesores de la orquesta junto a sus instrumentos y pensar que en unos segundos el ambiente se teñiría de armonías y silencios me causaba, sencillamente, admiración. Con las luces en penumbra, las butacas enmudecieron con el convincente la del oboe que inició el proceso de afinación de la sección de viento, continuado por el concertino y el resto de la cuerda y finalizando en el unísono del tutti orquestal. Era el toque de queda para recibir al entusiasta director de la formación, una figura “la del director de orquesta” que, en palabras de un gran amigo director, “se limita a interpretar el significado de una partitura, a escuchar mentalmente lo que está escrito imaginando las sonoridades, las dinámicas y los tempos. A partir de ahí pone en marcha y coordina la maquinaria orquestal junto a los profesionales y solistas para llegar así al deseado y esperado resultado que refleje de la manera más fiel y honrada lo que el compositor quisiera transmitir”. Es probable que muchos de los asistentes a un concierto hayan sentido la curiosidad de saber cuál es la sensación que un director tiene cuando dirige desde el podio, es decir cuando absorbe desde su privilegiada posición un caudal de sonidos y de vida de tal magnitud. “La sensación es de plenitud y de absoluta integración. Hay un enorme grado de satisfacción y agradecimiento a esos instrumentos, a los solistas que tienes delante, y que, tras muchas horas de estudio, ensayos y una enorme pasión por lo que hacen, consiguen transmitirnos un arte tan sublime que llega a nuestras vidas en forma de sonido”.
Todo estaba dispuesto. La batuta comenzó a hilvanar los primeros compases de la Alborada del gracioso. La secuencia inicial es un claro ejemplo de lo que representan los instrumentos musicales para un compositor: una introducción a cargo de la sección de cuerda –incluida el arpa– con el pizzicato que se asoma a lo largo de toda la pieza, la entrada de un primer tema con el viento madera –oboe, corno inglés, clarinete y fagot– y, por último, la explosión del tema principal con el carácter que imprime la percusión junto al viento metal y el resto del conjunto. No podía haber mejor comienzo. La mano soberbia de un pianista solista en la Noche en los jardines de España y la jota del Sombrero de tres picos marcaron la temperatura definitiva en el termómetro de aplausos y de bravos que subió progresivamente hasta estallar en la apoteosis final. El tiempo parecía haberse congelado de nuevo, esta vez, alrededor de aquel lugar y de los instrumentos que fantasearon y musiquearon a lo largo de dos intensas horas, dos horas de gran música. Terminado el concierto y rodeado de cientos de melómanos entusiasmados, clavé la mirada a lo lejos en busca de la realidad que parecía haber quedado atrás. Los tonos azulados del atardecer habían dejado hueco a la negritud de la noche. Los leds de los semáforos en ámbar y el haz de luz anaranjada de las farolas parecían indicar a los peatones que regresaban a sus hogares que el día enfilaba su recta final y que la ciudad estaba a punto de echar la persiana a su frenética actividad diaria.
Esa noche apenas pude conciliar el sueño. Todas las vías principales, secundarias y terciarias del cerebro propusieron crear un entramado que permitiera asimilar todas las vivencias y las emociones de aquella intensa jornada y, de ese modo, dar sentido al objetivo futuro que le había propuesto a mi corazón: un homenaje a los instrumentos musicales.
¡Eureka!